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Armando Uribe. Perdí tu almohada en mi cabeza.

  • Por Matías Andújar

La muerte. La muerte. La muerte. La muerte. La muerte. La muerte. La muerte. La muerte. La muerte. La muerte. La muerte. La muerte. La muerte. La muerte. La muerte. La muerte. La muerte. La muerte. La muerte. La muerte. La muerte. La muerte. La muerte. La muerte. La muerte. La muerte. La muerte. La muerte. La muerte. La muerte. La muerte. La muerte. La muerte. La muerte. La muerte. La muerte. La muerte. La muerte. La muerte. La muerte. La muerte. La muerte. La muerte. La muerte. La muerte. La muerte. La muerte. La muerte. La muerte. 

La obsesión de Uribe.

«La vida es un preludio a la muerte», decía el transeúnte pálido.
«La vida es una preparación para morir», insistía, el mismo día, el fantasma con y sin razón.

Hoy desperté ansioso, se lanza «Ya no me mires», un disco póstumo de Spinetta. Un 23 de enero de 1950, nacía Luis Alberto. Un 23 de enero de 2020, llego al trabajo y me dicen “murió Uribe”.

Así es la vida. Un alcance de desapariciones, lutos, ataúdes. El resto es amor.

Las ganas de morir y de amar son mellizas.

La vida nos entrega lo más bello y lo más feo. Eros y Pathos. Amor y sufrimiento.

Uribe estuvo enfermo toda su vida. De amor, de odio, politizado, horrorizado, chilenizado, enamorado, enamorado, enlutado hasta las patas. Y terminó en el Hikikomori. Término japonés para definir el aislamiento social.

No salir nunca más de su casa.

Con justa razón porque el hombre debe avergonzarse y aceptar que el alma está sujeta a encenderse o romperse, angustiada frente al amor o al sufrimiento.

La sangre y los nervios encerrados en seis paredes. Esas cuatro, y dos más, por donde caminaba y donde se quedaba con la mirada infectada por las noches, encolado a la almohada, en lo que iba a ser su lecho mortuorio.

La sangre y los nervios y los cigarrillos que Juanito, el estacionador de autos —que se está quedando ciego— te alcanzaba en la canasta que le bajabas esos cuatro o cinco pisos, no recuerdo, con esa blanca, delgada y larga cuerda.

Tus ideas quedarán. La resurrección de la carne.

Fue feliz en las tinieblas, pero ¿quién no es feliz en las tinieblas?

¿Quién recibe a los poetas en este mundo? Nadie.

¿Y después? La Parca. Como un perro perseguido por su propia cola.

Ahora hay espacio para ti ahí. Almorzarás con ella y quizás quién más. Tu casa está muy cerca de la suya. Por mientras, te estarás transformando de ser humano a mineral. A lo orgánico.

Somos todos precarios. Un denso escupo negro.

Las emociones en sus pequeños bolsillos sacan paquetes de cigarrillos. Pequeñas emociones fatales.

Todos los duelos, los retos, son fatales. Y él sacaba su espada. La sacaba sin dudar. Todos los días.

Nunca se escuchó un lamento.

Se envidia una muerte así. Sin dientes postizos. Ganando dinero para tener más cosas. Vendiendo cosas para tener más dinero. Etiquetado, numerado, por un sueldo.

Y apuesto mi meñique a que nunca, nunca, faltó al Manual de Carreño.

Aquí, Armando, somos todos como amigos, de verdad. Pero solo aquí.

Espero te hayan mandado con un libro de Pound ‘pal otro lado.

Sé que, por fin, te encontrarás con Cecilia.

Te amo y te odio. Dirás. Cómo es posible.
No sé. Yo te amo y te odio.
(1970)

 

 

*La mamá de mi hijo se quedó con —y nunca me quiso devolver— todos mis libros. Pero he vuelto a comprar. Tres son tuyos.