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Don Quijote. Yo también quiero ser un caballero

  • Por Matías Andújar

A 415 años de la publicación del Quijote en 1605

Los dos tomos del Quijote son una burla.

Es un charquicán nunca antes visto.

Y sorprende, por eso mismo, porque está perfectamente armado, porque todo significa, porque tiene gracia, porque las ochocientas páginas se leen como si fuesen doscientas y porque, si te quieres detener, si quieres estudiar el texto, las ochocientas se convierten en más de tres mil doscientas.

Porque don Quijote parece no dormir, porque quiere cambiar el mundo, pero lo quiere matar.

Porque nadie sabe en qué mundo vive y todos tratan de averiguarlo, de comprender quién lo encantó, quién lo dejó así, porque nadie sabe tampoco porqué Sancho no lo abandona, y si realmente es el cable a tierra del caballero andante, el ojo crítico.

Sancho no leía, pero quería vivir las mismas aventuras, en la calle, en la vida, porque estaba hastiado, disgustado con su vida anterior.

Porque el Quijote es absurdo, grotesco y desde ahí plantea lo más serio.

Porque pocos han visto ese inverso de las cosas, ese negativo de la fotografía, porque Cervantes se ríe de todo, de los lectores, de las estructuras, de las aventuras, de la justicia, porque no hay justicia, porque la estupidez no duele, y porque los “malos” pasan por “buenos” y viceversa.

Cervantes se encargó de mostrarnos, de hacernos reparar en un montón de cosas, en una novela despierta, viva, y no en un tratado religioso o moral. Y su tratado tiene sonetos, teatro, narración, y es crítica literaria a la vez.

Porque está todo en debate, porque nada es cierto, porque la verdad es una ficción vacía, porque la novela está llena de sonidos, porque dan ganas de musicalizarla, de actuarla, pero no de reescribirla, porque hay quienes le dedican su vida a la obra, porque Cervantes metió las patas hasta el fondo y eso siempre se agradece.

El riesgo artístico, la necesidad irrefrenable de algo que se transmite con verdad, porque todo es fantasía en nuestra mente, en la de don Quijote, y en la realidad, porque todos nos engañamos a nosotros mismos, porque a todos nos llegan burlas, palos y piedras, porque confiamos y nos traicionan, porque nuestra Dulcinea no existe, o ya existió, y porque quizás cuántas cosas más.

Sigmund Freud plantea un concepto que habla sobre una función crítica en la persona que parecería dominar el yo, formando así un yo separado y dominante de ella, un “yo” como “ideal del yo”, un superyó. Una introyección, una inyección de sí mismo.

Me atengo al superyó para hablar de don Quijote en una palabra. Lo define en excelencia.

Don Quijote para Freud sería como un lactante que al oponérsele al yo un “objeto” en forma de algo que se encuentra “externo”, cae embobado.

Don Quijote se encuentra en este mundo, y lo sabe, pero de sí, desprende un mundo exterior.

El sentimiento yoico de don Quijote brota de la sensación de que nada le parece tan seguro como su mismidad, como su yo.

La investigación psicoanalítica, la de Freud, podría hacernos, hacerle, reparar en ello y más aún hacernos ver que posiblemente —y es lo más posible— que esa apariencia sea engañosa.

Pero no mandemos al Quijote a terapia, que toda esta injusticia, así como está, agota siendo justa. Parece que solo cuando nos enamoramos, cuando hay deseo, que es, al parecer, el mejor término para definir amor, aparece el límite del yo, o quizás, ese somos realmente y lo anexo es lo mentiroso.

Podríamos decir entonces que es don Quijote ante Dulcinea quien realmente es, y no ante lo “anexo” que sería quien quiere ser.

Don Quijote y Dulcinea: «yo y tú somos uno, y así será». Un caso patológico para Freud. El mundo como sueño, el mundo como voluntad y el mundo como si, todo en uno. Un estado de servidumbre del yo hacia el mundo. La dependencia del yo respecto del ideal del yo. El yo tomado como un objeto, y Dulcinea, el objeto del amor. Don Quijote se expresa en su elección de objeto.

Freud no se metió en el Quijote —sí lo hizo con Edipo—, porque de ahí no iba a poder salir, se perdería en incalculables análisis, en donde establecer algo rígido o por lo menos claro, es difuso.

Ese puede ser un mérito —consciente o inconsciente— de Cervantes. No querer dejar nada muy estipulado para ningún lógico, decir una cosa, luego decir otra y luego contraponerlas, no pensar en querer dar un mensaje. Eso es lo que hace inagotable su obra.

“Don Quijote de la Mancha” fue un intento por ir sembrando el desconcierto, y lo hizo.

Este superyó de don Quijote es lo que le permitiría sacar su espada para que el accionar se desarrolle conforme a su voluntad. Porque las cosas se hacen como él dice o no se hacen.

Porque nadie sino él tiene razón, porque lo que ve, lo acomoda a su visión, porque nadie puede sacarlo de ahí, porque aunque pudiera salir, no saldría. Don Quijote: el superyó. Don Quijote: el que todo gira en torno a él. Don Quijote: quien impone las leyes, sus leyes, en su mundo. Don Quijote: que se iba a quedar pegado con los versos de Calderón.

La vida, su sueño. El mundo, su escenario. El gran teatro de su vida.

Don Quijote: todos confabulados en su contra. Don Quijote: la exaltación. Don Quijote y el terror, su “bien” es un “mal”. Don Quijote en vías de ser un asesino en serie. Don Quijote en cualquier momento mata a Sancho. Don Quijote con sensación de triunfo cuando en el yo algo coincide con el ideal del yo. Don Quijote: él solo, acompañado. Don Quijote: redentor de cualquiera. Don Quijote: «Yo también quiero ser un caballero». Don Quijote: siempre en disputa. Don Quijote debería leer más poesía y menos libros de caballería (o tal vez sería peor). Don Quijote: un modelo mal seguido. Don Quijote: todos se ríen de ti.

A don Quijote lo hacen. Lo hacen los libros, su búsqueda, su justicia, su princesa, su honor, las ovejas.

Y claro, se cansa.