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Columna de Mauricio Morales: "Haciéndose el Larry con el estallido social"

Por Mauricio Morales, doctor en Ciencia Política, profesor titular, Universidad de Talca-Campus Santiago.

Se van a cumplir cinco años del estallido o revuelta social que marcó a fuego la política chilena, abriendo un proceso de cambio constitucional que provocó serias consecuencias para el país. Chile entró en una espiral de inestabilidad y polarización nunca antes vista desde el retorno a la democracia, con líderes políticos que no fueron capaces de detener posturas favorables a la violencia, ni de oponerse a ideas suicidas para un país en vías de desarrollo.

Como si no existiese evidencia sobre el fracaso de los procesos constitucionales en América Latina, los políticos chilenos intentaron escribir una nueva Constitución con la pistola al pecho. Es más. Cometieron dos veces el mismo error, y en 2023 nos llevaron a otro plebiscito que, afortunadamente, también encontró el murallón de la ciudadanía. Todo esto no hizo más que confirmar una hipótesis escasamente popular, pero cierta. El malestar con la democracia no respondió ni responde a la estructura institucional de Chile o a sus reglas de funcionamiento que, evidentemente, son perfectibles.

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La rabia obedece al accionar de nuestros representantes, especialmente en materias vinculadas a corrupción y abusos. Los casos “Democracia Viva”, “Hermosilla” y “Cubillos” son ejemplos de aquello. Con justa razón, los ciudadanos perciben una elite desvergonzada que no tiene límites en la búsqueda de más dinero, obteniéndolo mediante trampas y triquiñuelas. Recién esta semana conocimos más antecedentes sobre cómo se dio por cerrada la investigación de financiamiento irregular de la política en el caso Penta a cargo del exfiscal Manuel Guerra, y de qué forma se construyó una red de protección para los inculpados que, incluso, llevó al ridículo de hacerles pagar con clases de ética por los delitos cometidos.

En consecuencia, el estallido social no fue contra la Constitución ni las reglas, sino que contra una clase política que no nos merecemos. Hábilmente, eso sí, esa clase política buscó como chivo expiatorio a la Constitución, en el afán de hacerle el quite a su responsabilidad directa en los acontecimientos de octubre de 2019. En la práctica, se hicieron los Larry, y de manera cobarde decidieron poner en jaque al país en lugar de reconocer sus errores y desaciertos. Pero la ciudadanía no los perdona. Más bien, los desprecia.

La reciente encuesta del CEP ratifica que el Congreso y los partidos políticos registran los más bajos niveles de confianza institucional con el 8% y 4% respectivamente, y que la identificación con partidos políticos apenas alcanza el 35%. Pero eso no es todo. Hay otro dato que es mucho más peligroso. Me refiero a las predisposiciones autoritarias. Un 47% dice que la democracia es preferible a cualquier otra forma de gobierno, mientras que un 17% estima que en algunas circunstancias un régimen autoritario podría ser una opción. En tanto, un 31% dice estar indiferente entre democracia y autoritarismo. Si sumamos estas dos últimas opciones, un 48% de los chilenos no se sentiría incómodo con un régimen distinto a la democracia, lo que equivale a un crecimiento de 18 puntos respecto a la medición de 2021.

LO ÚLTIMO

En cuanto al estallido social, la ciudadanía también se está haciendo el Larry. Si en la encuesta CEP de diciembre de 2019 el 55% sostenía que apoyó las manifestaciones de la época, en la última medición del CEP esa opción registró solo el 23%. Respecto al rechazo a esas manifestaciones, en 2019 el 11% expresó dicho sentimiento, el que se triplicó en 2024, llegando a 34%. Dicho de otra forma, el amor al estallido social ya se esfumó.

Sin embargo, nuestra clase política no se cansa de revivir, acentuar y extremar las causas que motivaron ese estallido. En caso de producirse nuevamente una expresión pública de rabia e impotencia hacia el funcionamiento de la política y de la justicia, la elite ya no tendrá el comodín constitucional, siéndole casi imposible hacerse el Larry y culpar a otros de los errores propios. El descaro y la cobardía tienen un límite, y hasta ahora la ciudadanía ha sido extremadamente tolerante.

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