Crónica detallada de la fatídica marcha militar en Putre: Jóvenes lucharon por sobrevivir en medio de duras condiciones
El 5 de abril de 2024 Francisco (18), Ángel (18) y Cristopher (20) comenzaron una de sus travesías más esperadas: alistarse de forma voluntaria en las filas del Ejército. Ese día llegaron a las 8.00 horas al Regimiento Logístico N°1 “Bellavista”, ubicado en Conchalí, desde donde tomarían un bus con destino a Arica.
Tras despedirse de sus familiares, emprendieron un viaje que comenzó a las 13.00 y duró poco más de 30 horas. Una extensa y cansadora aventura que, sin pensarlo, se traduciría en una muy mala experiencia que, incluso, pondría en riesgo sus vidas.
Envía tu denuncia a Mega Investiga aquíCuando llegaron a la región nortina pernoctaron una noche en el cuartel Fortecilla y al día siguiente, el 7 de abril, continuaron el trayecto en bus hasta el Cuerpo Militar de Putre, ubicado en una localidad a 3.500 metros sobre el nivel del mar, cuyo cuartel sólo es rodeado por montañas arenosas, además de colindar con la ruta CH-11, que une Arica con Bolivia.
Los tres jóvenes integraron el primer grupo que llegó a la Brigada Motorizada N°24 de Huamachuco. Otros, como Benjamín (18) -quien es oriundo de la Región de Valparaíso-, arribó el 13 de abril, tras viajar con otros conscriptos en avión desde Santiago.
Desde el Ejército les habían entregado un listado de cosas que debían empacar para su estadía en el servicio militar, como ropa -mayormente para realizar actividad física-, una polera roja, shorts negros y útiles de aseo personales. También utensilios para coser.
Hasta ahí, nada para sospechar. Al contrario, el listado de implementos solicitados advertía rutinas agotadoras, pero que estaban dispuestos asumir para convertirse en soldados.
“Tuvimos que coser bastante. Allá no nos enseñaron, pero los que sabíamos ayudábamos a los otros compañeros”, recuerda Ángel, quien soñaba con ser militar desde los diez años.
La inducción de Putre
Los primeros días en el Cuerpo Militar Putre, relata Francisco, fueron de aclimatación. Les enseñaron instrucción militar básica, como movimientos y saludos protocolares, y también a cómo vestirse y ordenar la cama. La segunda semana, en cambio, comenzaron las clases de combate especial, conocimiento de fronteras y el uso de fusiles. El primer acercamiento con las armas fue para tomarles el peso.
Había días en que también les enseñaban himnos propios del Ejército u otros cantos como La Flor Roja, que debían entonar mientras marchaban. “Cantar y marchar parece fácil, pero no lo es. Hay que mantener el mismo ritmo de la persona que va delante tuyo y así sucesivamente, entonces si alguien se descoordina, todos nos equivocamos”, comenta Ángel.
La rutina solía ser similar. Se despertaban entre las 6.00 y 7.00 de la mañana, pero variaba según el día. Una vez que amanecían, según Francisco, tenían “media hora para lo que era aseo personal y aseo de la cuadra (piezas), y después 15 minutos para estar formando y 15 minutos para haber terminado el desayuno”. Según los reclutas, esa merienda se componía de pan o cereales.
Pasado el mediodía, y tras varias actividades que variaban por jornada, llegaba la hora de almorzar. La comida se servía en el rancho -una especie de casino-, y el menú se alternaba entre carne con arroz, lentejas, sopa y otras cosas.
Luego retomaban sus tareas, hasta las 19.00, cuando llegaba la última comida del día. Posteriormente se iban a dormir. A las 21.00 las luces de las piezas -que contaban con 45 literas aproximadamente- ya estaban apagadas y la oscuridad predominaba en el regimiento.
El baño, dice Benjamín, era el único lugar que se mantenía encendido hasta tarde. Si bien no recuerdan sensaciones de ese rincón del cuartel, era el único espacio social en el que podían compartir durante la noche. No era extraño sentir conversaciones extensas entre los compañeros. Para ellos, era un pequeño espacio de libertad frente a la ruda rutina castrense.
Los temidos castigos
Cada vez que se reunían en el rancho, ya sea para almorzar o cenar, los conscriptos debían hacerlo en silencio. “Si alguien metía ruido, como que sonara un plato, se riera o hablara, pagaba la compañía completa”, dice Francisco.
Los jóvenes cuentan que “pagar” es una de las formas en que respondes a un error durante el servicio militar. Había distintas maneras de pagar, como las flexiones de brazos o las sentadillas. Pero esas no eran las únicas.
Cristopher recuerda que un día, mientras estaba formado junto a sus compañeros, fue castigado por un movimiento de desequilibrio. “Tuve que avanzar en punta y codo como quince minutos. Ese era el castigo más fuerte, porque tenías que arrastrarte por el suelo, independiente de si habían cactus o piedras”, recuerda como una mala pesadilla.
Ese castigo, además de tener que hacerlo en varias ocasiones, le generaba heridas físicas en las manos, rodillas, dedos y codos. Y pese a que pedía en la enfermería que le curaran esas lesiones, acusa que no eran tomados en cuenta: “Para la gente de la enfermería somos los débiles”.
Aunque los castigos se hicieron constantes, los jóvenes relatan que la relación con los superiores, hasta ese momento, era buena. “Nos prestaban ayuda y mucho soporte emocional”, cuentan. Pero no era así para todos.
Francisco recuerda que el teniente que estaba a cargo del grupo del conscripto fallecido, Franco Vargas Vargas, tenía un comportamiento distinto. “Era de mano rígida. Tenía harto roce con sus soldados. Era arisco, bien cruel. Había mucho bullying, abuso psicológico”, revela.
Ese tipo de conducta, según los ex conscriptos, se acentuó durante la tercera semana del servicio militar cuando se trasladaron a Pacollo, donde ocurrió la marcha de instrucción en la que se desmayó Franco Vargas.
“En Pacollo se ve todo lo que es el aporreo, la instrucción militar fuerte, los malos tratos, el abuso, las patadas, los golpes que se le daban a los soldados”, recuerda Francisco, quien no se detiene en describir ese lugar como una zona horrible, pues a su juicio también era un lugar sucio, insalubre y con presencia de roedores.
El laberinto de Pacollo
El 21 de abril, ad portas de iniciar la tercera semana en el servicio militar, los 245 conscriptos de la brigada de Huamachuco subieron en bus hasta el Campo de Entrenamiento Pacollo, ubicado a más de 4 mil metros sobre el nivel del mar.
Ese domingo empacaron únicamente el equipamiento militar que debían usar durante los próximos siete días. Los celulares, con los que se comunicaban regularmente con sus familias, los debían dejar en Putre.
La estadía en Pacollo, dicen los jóvenes, era de visualización y movilización. Allá les enseñaron a usar brújulas y mapas, pero también realizaron marchas diurnas y nocturnas. El lugar, recuerdan, era árido y estaba rodeado de montañas secas.
Cristopher cuenta que las marchas duraban alrededor de cuarenta minutos, y a veces poco más de una hora, y se realizaban en terrenos montañosos. Debían desplazarse en absoluto silencio y cada vez que realizaban una guardia tenían que apuntar con el fusil para todos lados. “La instrucción era que siempre debíamos creer que estábamos en guerra”, dice Francisco.
Las marchas nocturnas, recuerda, eran complejas por el frío, y en las diurnas el sol no era precisamente un aliado. Según antecedentes expuestos en la querella que presentó el Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH) por apremios ilegítimos, las temperaturas eran de “-15 grados durante la noche” y en el día se registraban “índices de radiación solar extremadamente altos”.
“La insolación y el malestar de la altura afectaban. Siempre teníamos soldados caídos que se subían a un camión cuando no podían seguir”, relata Francisco, pero agrega que todos los que optaban por movilizarse en el vehículo eran cuestionados con insultos por los superiores. “Al que iba en uber le decían maricón”, recuerda Cristopher, que básicamente detalla alusiones a una orientación homosexual por parte de sus superiores al no tener la "forteleza" física para aguantar el trajín de estas marchas.
La higiene en el Campo de Entrenamiento de Pacollo, cuentan los jóvenes, tampoco era la óptima. En el comedor y cocina había excremento de ratón y la comida era distinta a la de Putre. A veces, por ejemplo, les servían tallarines con harina y otras carne cruda. “Yo almorcé dos días porque la comida me daba asco”, dice Francisco y agrega que en Pacollo “era todo más cruel, frío y más militar”.
Cristopher relata que una vez en el almuerzo, mientras “pasaban revista”, sus superiores se percataron que una de las bandejas con comida aún estaba mojada: “Ahí nos tiraron las bandejas al suelo, le echaron tierra. Tuvimos que comer así”. La sensación de parecer animales quedó tatuado en este grupo de jóvenes soldados.
Cuando no se afeitaban bien, dice Francisco, los golpeaban en la cara. “Charcheteaban de manera despacio la cara, pero igual era un charchazo”, cuenta.
La prueba final
El 27 de abril fue el último día de los conscriptos en el Campo de Entrenamiento de Pacollo. Ese día los despertaron a las 4.40 de la madrugada para comenzar con la marcha de instrucción de ocho kilómetros hasta el Campo Militar de Putre.
Se trataba de la prueba final de su primer entrenamiento militar, cuya planificación tenía previsto caminar con su equipamiento durante dos a tres horas por el desierto.
Francisco cuenta que antes de iniciar la marcha les explicaron que era parte del proceso de “formación del combatiente”, y que ante cualquier inconveniente durante el recorrido debían informar “con gesto o señas, pero nunca gritando ni haciendo escándalo”.
A las 5.30 ya estaban con el equipamiento militar listo y fueron a buscar el desayuno. “Al momento de estar con los tachos, con el vaso para sacar café, se nos indica que no podíamos sacar café. Acatamos la orden, hacía mucho frío, yo creo que habían menos 5 ó 6 grados”, dice Francisco.
Les entregaron un jugo en caja, dos panes -uno con mantequilla y el otro con manjar- y cereales. Sin embargo, cuenta Francisco y Cristopher, se les prohibió comer. “Dijeron que nos aguantáramos porque en algún momento de la marcha, cuando hiciéramos guardia, comeríamos. Nos pidieron que guardáramos los panes en los bolsillos, pero estaban asquerosos, llenos de tierra”, asegura.
Luego de eso, les habrían dado la instrucción de vestir sólo una polera, la camisa del uniforme militar, el pantalón, las botas, unos guantes y una coipa. Salieron sin chaqueta ni camiseta térmica.
La misma versión cuentan Ángel y Benjamín. “De un momento para otro nos dijeron quítense la segunda capa y la chaqueta, y quédense solamente con la polera y la blusa. Todos quedamos desconcertados, porque a las 5:30 de la mañana hacía un frío de los mil demonios. Habrán hecho unos menos 13 grados”, dice Ángel.
La situación llamó la atención entre todos los jóvenes. “El día anterior nos dijeron que íbamos a estar abrigados y que de a poco nos sacaríamos prendas, cuando entráramos en calor”, agrega.
Estas versiones no concuerdan con los antecedentes que informó el comandante en jefe del Ejército, Javier Iturriaga la noche del lunes pasado. El jefe castrense indicó que los mismos reclutas decidieron sacarse el equipamiento térmico, lo que generó un repudio masivo de los soldados y sus familiares.
“Frente Mar”: Una marcha fatal
A las 6 de la mañana, cuando llegó la hora de salir, los superiores exclamaron la instrucción para empezar a marchar: “Frente mar”.
A esa hora aún no salía el sol ni tampoco había luz artificial en la carretera. La única guía que tenían eran las luces de los celulares de los oficiales, que alumbraban el camino. Los primeros quince minutos, dicen los jóvenes, fueron los más fríos.
Francisco y Cristopher, junto a Franco Vargas, fueron el primer grupo en salir. Ambos recuerdan que iban marchando al lado izquierdo de la vereda, cuando al costado derecho vieron desvanecerse en cuatro ocasiones a su “camarada”.
Los superiores, dicen, no le prestaron ayuda. “Lo tironeaban, le hacían burla, se reían, le decían que no se había desmayado, que se había tirado”, recuerda Francisco.
La última vez que Franco Vargas cae el grupo iba en la subida de una montaña. “Él decía que no podía más, gritaba que por favor lo dejaran, que se quería quedar ahí, que no aguantaba, que estaba ahogado”, relata Cristopher.
Ambos cuentan que el momento fue complejo, pero que tenían la orden de seguir marchando. También aseguran que los gritos de Franco no se parecían a las quejas o jadeos de sus otros compañeros. Presentían su condición de gravedad.
Según el relato de Francisco y Cristopher, quienes auxiliaron a Franco fueron un capitán y un cabo del Ejército. Y luego de diez minutos se lo habrían llevado a Putre: “Vimos pasar la camioneta Nissan del Ejército a alta velocidad”.
Nadie recuerda exactamente a qué hora fue. Ángel y Benjamín iban varios metros más atrás. “Estábamos muy perdidos en cuanto a tiempo y espacio. Yo le preguntaba a mi cabo qué hora era y me decía ‘la misma hora de ayer’”, cuenta Ángel.
La extracción de Franco no frenó la marcha. El instinto de sus camaradas les decía que algo estaba muy mal, pero la instrucción era seguir caminando hacia Putre.
Recuerdan que llegaron alrededor de las 9.00 o 10.00 al regimiento. Una hora después los citaron a todos en el patio para informarles que Franco Vargas había fallecido. “Simplemente nos dicen que tenían malas noticias, que eran difíciles de transmitir”, dice Ángel.
Luego de ese momento tuvieron unos minutos para conversar entre los compañeros. Hubo varios silencios, hasta que alguien preguntó: “¿Qué hubiera pasado si hubiera sido uno de nosotros?”.
Nadie respondió. El silencio se entrelazó con el viento de la altura de Putre y caló profundo nuevamente en el cuartel militar.
Los últimos días en el Ejército
Luego de la noticia, los ex conscriptos aseguran que sus superiores dieron la orden de llamar a sus familias e informarles que habían llegado bien a Putre, pero no podían comentarles lo ocurrido. Sólo les dieron diez minutos para conversar por teléfono. Hasta ese momento, el fallecimiento del joven de 18 años y el brote de influenza y enfermedad intestinal aún no aparecía en la prensa.
“Se sentía pesado el ambiente ese sábado”, dice Benjamín. Francisco, por su parte, cuenta que uno de sus superiores, que auxilió a Franco, se acercó a ellos para conversar sobre el tema: “Nos dice que no había podido ayudar más, que había hecho todo lo posible, y que era la primera vez que le pasaba que un soldado se le moría en los brazos”.
Ángel revela que le contaron una versión diferente a lo que se informó públicamente: “Lo que nos dijeron a mí y a mis padres es que Franco se había desmayado en la marcha por temas de hipotermia, y que apenas se enteraron lo subieron a una camioneta y lo llevaron lo más rápido posible al Cesfam, pero que estaba supuestamente cerrado y que Franco había fallecido en las puertas del Cesfam”.
Muy distinta a la versión oficial que entregó el Ejército ese día: reportaron que Franco Vargas había fallecido al interior del Cesfam de Putre, lo que fue desmentido al día siguiente por el director del centro asistencial, quien reveló que el joven recluta llegó al establecimiento sin signos vitales. Es decir, sin vida.
A esa altura ya circulaban cerca de tres versiones sobre el fallecimiento. Nadie entendía nada y la crisis de ansiedad comenzaba aparecer entre los conscriptos. Incluso, algunos se auto infirieron heridas en sus brazos.
Por esa razón, fueron varios los reclutas que pidieron la baja. No querían saber nada más con el Ejército, mientras otros empezaban a manifestar serios problemas de salud. De hecho, fueron 45 los soldados que terminaron con un cuadro infeccioso.
Ángel y Benjamín fueron trasladados a Arica y, luego, de urgencia a Santiago el lunes 29 de abril en la noche para ser ingresados al Hospital Militar, donde quedaron hospitalizados en la Unidad de Tratamiento Intensivo (UTI). Tras reponerse de su gravedad, recibieron el alta médica una semana después.
Cristopher y Francisco, por su parte, estaban molestos. Dentro de toda la vorágine del regimiento, ellos sienten que podrían haberse evitado todo ese trauma, pues antes de subir a Pacollo habían pedido formalmente su baja por temas mentales. Pero sus superiores sólo les dijeron que sus casos serían analizados por una comisión especial y que la respuesta no estaría en menos de dos meses.
Los trágicos sucesos hicieron que su petición se adelantara y el 28 de abril fueron trasladados a Arica para firmar su baja e intentar regresar a Santiago. Y ese proceso fue toda una odisea, pues el Ejército no dio facilidades para el retorno a la capital. Por ello, las madres de los cuatro ex conscriptos tuvieron que gestionar con el alcalde de Pudahuel, Ítalo Bravo, pasajes en avión, de ida y vuelta, para ir a Arica a buscar a sus hijos.
Los cuatro aseguran que en ningún momento les hicieron exámenes médicos cuando llegaron a Putre, ni tampoco previo a iniciar la marcha en Pacollo.
El caso de Franco Vargas ha generado conmoción a nivel nacional. El Presidente Gabriel Boric citó para el viernes a la ministra de Defensa, Maya Fernández y al comandante en jefe del Ejército, Javier Iturriaga para que entreguen detalles precisos de lo ocurrido, tras la confesión del jefe militar de existir “falta de precisión” en lo ocurrido en Pacollo.
De todas formas, Iturriaga anunció el relevo de ocho militares relacionados con la marcha, encabezados por el comandante en Jefe de la VI División, general Rubén Castillo, y el comandante de la Brigada Huamachuco, coronel Sebastián Silva, quienes fueron propuestos al Presidente Boric para visar su retiro de la institución.
La Corte Suprema, en tanto, nombró a una ministra en visita para investigar los hechos ocurridos en la Región de Arica y el Ministerio Público inició una investigación, tras una denuncia por apremios ilegítimos presentada por el INDH.
Los poco más de veinte días que los jóvenes alcanzaron a estar en Putre terminaron por convertirse en una pesadilla. La mala experiencia, los tratos “inhumanos” de parte de los militares y la muerte de Franco Vargas provocó un éxodo masivo de los soldados destinados a la frontera en Arica.
Pero aún queda algo pendiente. Francisco y Cristopher hicieron un pacto de sólo contarle a la madre de su camarada fallecido las últimas palabras que ellos tuvieron con él. Por un tema de respeto y lealtad hacia Franco.
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